Aquella noche me vino de nuevo aquella escena a la memoria. Me sentía perfectamente reflejado en ella. Cuántas veces había oído aquellas malditas palabras: te lo TENGO que decir…
Cuando pensamos en la sinceridad, pensamos invariablemente en términos de virtud. Pero lo cierto es que siempre lo es. Sólo puede ser virtud entendida y ejercida como valor interpersonal, es decir, teniendo en cuenta lo que la otra persona puede asimilar. Si no reparamos en el efecto de nuestras palabras, nuestra sinceridad puede poner en peligro nuestra relación con los demás.
Decirlo todo, sin más y sin tener en cuenta las consecuencias de los que decimos, es una sinceridad malentendida. Para ser genuinamente sinceres, al valor de decir lo que pensamos hemos de añadir la percepción de hasta dónde podemos llegar con nuestras palabras para no herir al otro. Siendo despiadadamente sinceros con alguien que no está preparado, no sólo corremos el riesgo de que nuestras palabras caigan en saco roto, sino que podemos abrir una gran brecha entre los dos. Y por descontado, por más loables que sean nuestras intenciones, no estaremos ayudando al otro en absoluto.
Solemos utilizar la crítica -crítica constructiva, como nos gusta llamarla- para expresar lo que pensamos de los demás. Sin embargo, si queremos que nuestra sinceridad ayude de verdad al otro, deberemos evitarla a toda costa y sustituirla por una observación.
Hay una diferencia sustancial entre hacer una observación y hacer una crítica. Mientras que la observación es una descripción en primera persona de algo que percibo o siento, la crítica implica inevitablemente un juicio al otro. Si, por ejemplo, alguien me levanta la voz, tengo dos opciones: puedo manifestarle que su tono de voz me resulta agresivo, o puedo decirle que es un histérico. En el primer caso se trata de una observación sobre su comportamiento y el efecto que a mí me produce. En el segundo se trata de un juicio puro y duro a la persona que tengo delante. Con la primera opción, mi sinceridad expresada en forma de observación puede ayudar a que el otro cambie su comportamiento y baje el tono. Con la segunda, mi sinceridad en forma de crítica es difícil que sea aceptada por el otro, y provocará un alejamiento.
Las expresiones naturales de la sinceridad deberían ser las observaciones. Sería bueno que sustituyéramos la crítica a los demás por observaciones expresadas en primera persona. Con la crítica y en nombre de la sinceridad podemos muchas veces herir a los demás, y como nos recuerda Jonh Powell, «herir es el camino más eficaz para mantener la distancia entre la gente».
¿Se lo digo o no se lo digo? Hay gente que siente la necesidad de decir todo lo que piensa a los demás. Amparados en la sinceridad, nos corrigen y juzgan constantemente. «Te lo digo para ayudarte», nos advierten. Pero lo cierto es que los tenemos todo el día pendientes de nosotros, a la espera de podernos echar en cara cualquier error.
A esta tarea constante de hacernos notar nuestros errores se suma generalmente una percepción estática y limitada sobre nosotros, fruto de «etiquetas» que nos hayan puesto en el pasado. Y todo ello disfrazado de virtuosa sinceridad… Asumir la vocación de hacer ver a los demás sistemáticamente sus errores nos hace unos pésimos compañeros de viaje, una compañía incómoda, y es muy probable que no nos aguantes mucho tiempo.
Además, hacer ver a los demás es una actitud cuando menos arrogante: ¿qué sabemos nosotros de los demás?, ¿cómo podemos juzgar sus motivos o comportamientos? Como seres humanos únicos e irrepetibles, cada unos de nosotros somos expertos en nosotros mismos, y deberíamos actuar en consecuencia, no pretendiendo saberlo todo de los demás.
Nuestra única motivación para decir a los demás lo que pensamos debería ser ayudarles en su crecimiento personal. Y echarles en cara constantemente sus errores dificilemente ayuda.
Entender la sinceridad como virtudi interpersonal, pensando en el otro y en las consecuencias de nuestras palabras, significa también no tener prisa por decir las cosas, saber escoger el momento y el entorno oportunos y sobre todo saber parar a tiempo. Ser au´tenticamente sincero conlleva un gran esfuerzo de empatía, de estar dispuesto a «acompañar» al otro en su crecimiento, de no herirle.
Tenemos muchas veces la urgencia de «decirle todo lo que pensamos» al otro, porque nos parece que «no se da cuenta» o que «le abriremos los ojos». Todas estas son expresiones comunes a la hora de aplciar nuestra muchas veces mal entendida sinceridad. Lo cierto es que nuestra urgencia es irrelevante frente a la correcta percepción que necesariamente hemos de tener de si el otro puede o no recibir toda nuestra sinceridad.
No tengamos prisa. No intentemos decirlo todo hoy. Vayamos paso a paso. A la velocidad que nos marque el otro. Seremos genuinamente sinceros si somos capaces de administrar la sinceridad sin prisas, a pequeños sorbos.
Hablamos mucho de la sinceridad de los otros o de nuestra sinceridad con los demás, pro si queremos practicarla de verdad deberíamos empezar por preguntarnos si somos sinceros con nosotros mismos. Eso significa, en primer lugar, dejar de encontrar siempre excusas a nuestro comportamiento y dejar de pasar la responsabilidad de lo que nos sucede a los de fuera o a las circunstancias. Somos capaces de elaborar en nuestra mente las más fantásticas explicaciones para justificar nuestros actos, pero Powell nos previene de forma clara: «El uso de la inteligencia para negar la verdad nos hace insinceros con nosotros mismos».
Una vez hayamos probado la sinceridad con nosotros mismos, conozcamos su poder terapéutico y también su amargo sabor; si nos pasamos, podemos empezar a administrarla sabiamente a los demás.
Todos tenemos a nuestro alrededor gente insincera. Con ellos mismos y con los demás. Gente a la que nos gustaría «cambiar». Sin embargo, es muy difícil poder hacerlo. La sinceridad es una actitud, y como tal no es fácil de explicar o convencer de ella a los demás. Lo que sí podemos hacer -como con todas las actitudes- es contagiarla. Puedo esperar que mi sinceridad para conmigo ayude a los de mi alrededor a ser sinceros con ellos mismos, y consecuentemente con los demás.
Algunas de estas cosas me habría gustado decírselas a mi vecina del restaurante. Hacerle notar que su actitud era equivocada, que no ayudaba. Aquella noche, después de la marcha de su pareja, todavía pasó un buen rato sentada en la mesa apurando su café. La oí llamar con su móvil y decirle a su interlocutor algo así como «… ya sabes, hay gente que no soporta la verdad, pero es su problema». Quizá si. Pero lo único cierto al final de la historia es que ella, con toda su sinceridad, estaba sola.»
¡Te felicito, muy buen artículo! ¡Me ha sido muy útil! ¡Dios te bendiga!
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